sábado, 24 de mayo de 2014

El tren (castellano)

No sabía exactamente qué buscaba, ni qué iba a encontrar. Aun así, se subió al tren. Encima sólo llevaba aquella vieja mochila gastada. Dentro había poco más que lo imprescindible para sobrevivir y sus manchados pinceles. ¿Y dentro de ella misma? Pues tantas cosas que sería difícil decirlas todas, y a la vez, estaba casi vacía.
 Un día, el deseo de viajar, de romper con todo, de ser libre, nació y creció tanto que echó el resto de sentimientos y deseos de su interior. Un sueño tan grande y brillante que marchitó el resto de ellos. Quizá el culpable de todo fuese su corazón roto.
 Quería aprender, caminar y ver mil paisajes. Contemplar la puesta de sol cada día en un lugar diferente. Dicen que el cielo escoge colores distintos para cada sitio. Así, ella podría pintarlo usando una nueva paleta de colores cada atardecer con sus queridos pinceles. Después, cada noche, miraría las estrellas y las contaría hasta caer dormida. La Luna la arroparía para que no pasase frío ninguna noche.
 También quería leer un libro en cada puerto, en cada estación, en cada camino. Pero sabía que no podría cargar con todos, pues pesaban demasiado en su mochila. Por eso, había decidido que intercambiaría el último libro que hubiese conseguido en su nuevo destino. De esta manera, podría dejar un rastro de libros tras su paso y hacer viajar historias que, de otro modo, se hubieran quedado aburridas en una estantería. De su casa, del origen del viaje, se llevaba El mercader de Venecia, una edición antigua que olía a páginas amarillas y sabias con el lomo gastado por los años.
 Sus botas, ya adaptadas perfectamente a la forma de su pie, parecían impacientes para empezar a pisar nuevos suelos y recorrer caminos todavía por descubrir. Acariciar las plantas que había por alfombras y la tierra quemada por el sol, la nieve recién caída y los charcos embarrados. Ella quería sentir la lluvia cayendo encima, como las lágrimas que jamás sería capaz de derramar. El viento fresco de la montaña, como el aroma de la flor que ya nunca olería. La suave brisa salada del mar, como las caricias que ya nunca podría dar. El calor del sol, como el abrazo que no recibiría. El rugoso tacto de las rocas, como la piel anciana que nunca llegaría a tener.
 Sabía que fuera había mil canciones que cantar y mil noches en las que bailar hasta caer rendida. Quería leer poemas que todavía no la habían emocionado. Ver luz en los ojos de cada persona. Deseaba aprender, aprender todo lo que pudiese. Esperaba que eso pudiera llenar el gran vacío que sentía dentro. Esperaba que cada detalle de esta aventura, ocupase las fisuras de su corazón roto. Quizá no era una idea tan descabellada.
  Quería conocerlo todo y a todos, gente de cada rincón del mundo. Pero nunca, jamás, quedarse atada en algún sitio. No, eso no podía pasar. Se lo había prometido. No podía permitirse ninguna despedida más difícil de lo esperado. Ninguna posibilidad más de que, de su corazón, cayese otro pedacito. No dejaría que hubiese más tretas del destino.
 Anhelaba libertad, una libertad tan grande que le enseñase los confines del horizonte. Los secretos del día y de la noche. Una libertad que la llevase a conocer los siglos de los árboles. Una libertad que le permitiese nadar en el frío mar y en oscuros lagos. Besar frías y bellas estatuas de mármol que representasen antiguos héroes. Cantar a orillas de arroyos cubiertos de flores silvestres. Flores tan salvajes y bellas como ella. Una libertad que la empujaría a escribir cartas que nunca enviaría por el mero capricho de hacerlo.
 Y todo, todo, el viaje, su nueva vida y su libertad, empezaban con aquel tren. Sonó una campana y el vagón empezó a moverse con un suave traqueteo. Ella miraba por la ventana abierta con la vieja y gastada mochila a los pies. Entraba un viento sin domar que le revoloteaba el cabello moreno. Alguien tarareaba una melodía unos cuantos asientos atrás. Bajó los ojos al anillo que le decoraba el dedo anular de la mano izquierda. Una preciosa piedra azul con vetas nacaradas. Lágrimas presas en un cielo claro. Se lo quitó con delicadeza y, tras darle un último delicado beso, lo lanzó a través de la ventana.
 Ése, ese fue el momento, en que su viaje comenzó. El momento en que, definitivamente, cortó la última cadena del pasado. El mundo entero se abría para ella.