domingo, 26 de agosto de 2012

La princesa del bosque (castellano)

Dicen que había una vez, una princesa que, por las noches, soñaba que no era la princesa de su reino, no. Soñaba que era la princesa del bosque. Vestía un susurrante vestido de hojas verdes, suave como la seda, que acariciaba su piel al moverse. En la cabeza, llevaba una corona de ramas floreciendo y decenas de pequeñas flores enredadas en su oscuro pelo rizado. Sus ojos verdes eran del mismo color que los árboles, los arbustos, las hojas de su vestido. En sus sueños, los pájaros cantaban para ella bellas melodías que resonaban por todo el bosque. En sus sueños, montaba gráciles y elegantes ciervos que la llevaban de un lado a otro y la subían a altas montañas desde donde podía ver todo el bosque. Grandes y peludos lobos la acompañaban a descubrir la belleza nocturna y los osos la acogían en sus cuevas, bajo su denso pelaje, para protegerla del frío o la lluvia o ambos. Incluso había hecho amistad con un huidizo zorro de patas negras y fino olfato que sabía camuflarse perfectamente entre la hojarasca y los bajos arbustos. La princesa del bosque se había ganado la confianza de lo búhos que, con sus enormes ojos amarillos, le contaban los secretos y chismorreos de un bosque rebosante de vida.
 A través de sus sueños, la princesa del bosque había aprendido a amar y apreciar cada una de las estaciones del año, así como a temerlas en sus momentos más duros y crueles. Sabía ver la belleza de contemplar caer copos de nieve, redondos y brillantes, sobre el bosque, pero también sabía lo terrible que podía ser una tormenta de nieve en medio del invierno. Se maravillaba por la luz y fuerza del sol del verano, mas conocía lo implacable que éste se volvía sin el cobijo de los árboles y la compañía de un arroyo cantarín o un riachuelo fresco.
 Para ella era fácil orientarse en el bosque, ya que conocía cada árbol, cada camino, cada roca, cada tronco caído en medio de un sendero, cada río, cada hoyo y cada colina. Era su hogar. El lugar cálido y familiar que la acogía cada noche para llevarla a sitios maravillosos, a conocer seres increíbles, a hacerla sentir una princesa querida por sus súbditos, a protegerla, a consolarla.
Pero siempre llegaba la mañana con su sol y su luz, insolentes, burlones, casi parecía que se mofasen de ella por sacarla del bosque de su sueño. Por ello, la princesa odiaba las mañanas, todas ellas, porque cada día le recordaban quien era y donde estaba y, peor aun, le recordaban quien no era y donde no estaba. Cada mañana, mientras las doncellas la vestían y le cepillaban el pelo, la princesa lloraba con lágrimas amargas, llenas de la pena que sentía al recordar que su bosque no existía, que sólo estaba en sus sueños. Nadie en el reino sabía qué pena tan grande afligía el corazón de su princesa, pero sí sabían que no había consuelo posible, era fácil leerlo en sus ojos: no hay solución...
Así que, cada noche, la princesa volvía a su amado bosque a convertirse en la princesa del bosque, a ser de nuevo la persona que tanto anhelaba ser. Pero, un día, de improviso y sin saber por qué, dejó de soñar con el bosque, dejó de volver a ese bello hogar por las noches, ya no había árboles con musgo, ni ciervos que se dejasen montar, ni búhos chismosos, ni osos protectores, sólo oscuridad y silencio para siempre. Pese a todo, ella supo que, para siempre, en su corazón sólo sería la princesa del bosque.

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