miércoles, 23 de mayo de 2012

El castillo de cristal (castellano)

La princesa miraba la ciudad. Era un día soleado, luminoso, y las calles estaban llenas de gente que vendía y compraba o simplemente paseaba. En general, parecían felices, muchos sonreían o lanzaban miradas cómplices y satisfechas, había algún niño que, cogido de la mano de su madre, lloraba al ver que no le cumplían su capricho, algunos otros gritaban y reían al correr detrás de gallinas asustadas o al ser perseguidos por algún adulto demasiado gruñón y estricto.
 La princesa suspiró y deseó poder bajar y mezclarse entre el gentío, oír su voces de cerca, sentir el calor del sol directo en la piel o los empujones al pasar por una callejuela demasiado estrecha y abarrotada. No le importaba ensuciarse los zapatitos de tierra o enfangar el bajo del vestido. ¿Y si el viento la despeinaba? Por fin, sabría lo que era no tener el pelo perfectamente cepillado siempre.
 Pero en vez de eso, tenía que mirarlo todo des de la distancia, des de su castillo de cristal, tan luminoso y precioso, des de donde se veía todo lo que sucedía en la ciudad, que brillaba con luz propia con los reflejos del sol y la luna. La envidia de todos, poder vivir en ese hermoso castillo que se alzaba en medio de las casas, imponente, elegante.
 La princesa era la afortunada que vivía en su interior y, por ello, todos deducían que sería feliz, la más feliz de todos, allí, en su castillo de cristal, rodeada de luz y vistas a todos lados.
 Pero lo que no sabían era que no se podía salir del castillo de cristal, tan transparente, casi como si no existiese, mas levantaba un muro infranqueable a la princesa. La ciudad, la gente, el mercado, las gallinas y los perros de las calles, podía verlos cada día e incluso oírlos en la lejanía, a través de las paredes de cristal, como si estuviesen a años luz de ella. Su blanca piel y sus ojos azules cada día estaban más apagados, como si toda la calidez del sol se perdiese al traspasar el castillo de cristal y su interior quedase oscuro, frío y solitario. Así, la princesa estaba triste, muy triste, cada día más. No le importaba su castillo de cristal, no lo quería, porque era como una jaula.
 La princesa se sentía como un pajarillo encerrado en su hermosa jaula, bonita como ninguna otra, pero de la que no podía escapar. ¡Escapar...!, suspiraba a menudo. ¡Qué más quisiera la princesa que huir de esas paredes de cristal que retenían toda la felicidad de fuera! Casi cada noche soñaba que tenía alas con las que podía escapar del castillo de cristal y volar lejos, fuera, a la ciudad. Así, después, con las alas plegadas, recorría las calles y hablaba con la gente, reía con las mujeres y jugaba con los niños bajo el sol de verdad.
 Pero cada mañana, el castillo de cristal le recordaba a la princesa que no tenía alas, que no podía huir. ¡En el castillo de cristal serás feliz!, le dijeron y ella se dejó engañar. Así, la princesa se sentía sola y triste y notaba como se le iba la alegría y la vida a través de las paredes de cristal con cada suspiro y cada parpadeo.
 Con el tiempo, la gente pensó que la princesa era muy feliz en su castillo de cristal porque nunca salía. La verdad fue que la princesa acabó muriendo en su castillo de cristal, ahogada entre sus luminosas paredes que le dejaban ver qué sucedía fuera pero que no la dejaban pasar, y, luego, el castillo de cristal quedó vacío para siempre.