lunes, 15 de diciembre de 2014

Un cheque en blanco (castellano)

¿A qué le tienes miedo?

Creo que lo que más miedo me da de todo es hacerme vieja. No quiero envejecer. Me gusta ser joven, adoro ser joven. Pero no sólo por belleza o salud o temas así. Me gusta esta vida.
 Siendo joven tienes la oportunidad de probar mil caminos y no escoger ninguno, de ser valiente y temerario, aventurero, vivir sin dar explicaciones, la oportunidad de equivocarte cada dos pasos y levantarte de nuevo. El tópico de creerse indestructible es cierto, y es maravilloso. Comienzas a encontrarte a ti mismo y tu lugar en este gran universo. 
 Pero, sin duda alguna, lo que más me gusta es mirar al futuro y ver un horizonte infinito. Saber que se puede soñar sin límites, que todas las puertas están abiertas y sólo depende de nosotros cuál escoger. Saber que hay margen de error y que siempre se está a tiempo de rectificar. Esa sensación de que el mundo está a tus pies, que te pertenece y, a la vez, sentir que tú perteneces al mundo también. Pensar en mil futuros diferentes y quererlos todos, que hay tiempo para todos ellos. Plantearte proyectos a largo plazo sin el temor al paso del tiempo. Es el momento de crear una vida a tu manera, como tú la desees: estás construyendo los cimientos de toda tu vida y de ti mismo. 
 Ser joven significa tener un cheque en blanco sobre el futuro: no hay condiciones previas, ni imposiciones, ni límites. Lo que quieras poner el cheque será tuyo, siempre y cuando luches por ello: puedes tener el futuro que quieras.
 Sin embargo, al envejecer, el cheque se rompe. El horizonte del futuro ya no es infinito y aparecen nuevos límites que antes no existían. Eso tampoco es necesariamente malo, pero da miedo. Aterra pensar que, en algún momento, dejarás de ser tan libre, tan temerario e indestructible, que el peso de los recuerdos te dificultará el paso, que muchas puertas se cerrarán y sólo algunas permanecerán abiertas. Ya no habrá lugar para demasiadas equivocaciones. El mundo esperará que tomes la decisión correcta a la primera. Ya no habrá cheque en blanco. 
 Así que, de momento, disfrutaré el cheque en blanco que me ha regalado la vida: me equivocaré millones de veces, cogeré atajos y miraré por mil puertas. Ya sé qué forma quiero que tenga mi horizonte infinito y éste es mi momento para descubrir a base de prueba-error como lograrlo. Soy joven y el mundo me pertenece.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Saltar al vacío (castellano)

De alguna manera, siento que nuestro destino era acabar juntos. Sin embargo, nunca pasó. ¿Por qué? Me parece que, entonces, no fuimos lo suficientemente valientes para afrontar ese destino y esforzarnos por cumplirlo, para que esto funcionase. Éramos tan jóvenes, tan tímidos, tan prudentes, como pajarillos asustados. No conocíamos el amor y nos daba miedo descubrirlo. Nos conformamos con nuestra dulce amistad.
 Y ahora... ¿qué? ¿Es demasiado tarde ya para cumplir ese destino? Me temo que sí. Ahora, que tú y yo hemos crecido, que ya no somos pajarillos asustados. Podemos hacer frente a muchas cosas sin asustarnos, sólo manteniéndonos firmes. ¿Pero qué pasa con nosotros? ¿Seguimos teniéndole miedo? Sé que no obedecimos al destino en su momento, y ahora querría volver atrás, y hacer que pasara lo que debió suceder entonces.
 Te miro y no eres el mismo. Sigues siendo tú, a tu manera, pero has cambiado. De la misma manera que yo he cambiado también. Somos más mayores, algo más serios y sabemos que hay temas con los que no se puede jugar. Como el amor.
 Mantenemos nuestra dulce amistad. Y nos ceñimos a ella. No fuera a romperse si alguno de los dos se sale del papel. Estamos en algo así como un punto muerto. Podríamos dar un paso más, sólo alguno de nosotros dos... ¿y qué habría al otro lado? Es difícil de decir.
 Realmente me gustaría descubrirlo. Saltar al vacío. Cerrar los ojos y sólo dejarme llevar. Pero correría el riesgo de perderte para siempre. ¿Y eso compensaría? No lo sé. ¿Y si sólo te queda cariño para mí? No lo sé.
 Dame un abrazo, inocente, como todos los demás. Mientras tanto, pensaré qué hacer. Y, antes que me dé tiempo de pensarlo, me lanzaré al vacío. Sólo espero que me cojas la mano y vueles conmigo. 

domingo, 5 de octubre de 2014

Prólogo (castellano)

 Se levantó del trono furioso, muy furioso. Empezó a andar hacia la puerta con grandes zancadas, mientras el ruido de las hebillas de sus robustas botas resonaba por la gran sala. Todos los presentes se encogieron y palidecieron prácticamente a la vez. Su capa, con el ribete de piel de oso, se arrastraba por el suelo al ritmo de sus pasos, dejando un rastro de silencio y rabia.
 Los cristales de los grandes ventanales estaban empapados por fuera, de la terrible tormenta que se desataba en el exterior, y temblaban con cada golpe de viento que recibían, como si fueran a romperse en cualquier momento. Entre las gotas, los rayos, las nubes y la niebla, se podía ver, durante un instante, el mar a lo lejos. Estaba lleno de espuma de violentas olas y amenazaba con devorar la costa con su furia. Casi parecía que sus rugidos se coordinasen con los truenos que salían del cielo, como si las estrellas fueran víctimas de un horrible ultraje.
 La gran estancia del castillo no era ajena a la locura de la naturaleza, pero los gruesos muros de piedra conseguían crear un pequeño refugio entre todo aquello. Además, un poderoso fuego ardía en una esquina, dentro de una gran chimenea, desprendiendo calidez y luz. A excepción de cuatro antorchas colgadas en la pared, era la única fuente de luz. Parte del humo se escapaba del tiro de la chimenea y flotaba por la cámara, espesando el ambiente y creando una leve neblina gris.
 Dos guardias, vestidos con pesadas y brillantes armaduras, abrieron las grandes puertas de madera y hierro forjado para abrirle paso. Él cruzó el umbral y tiró la enjoyada corona al suelo, que hasta entonces había permanecido en su cabeza sobre su tosca melena ya gris. El sonido de sus pasos fue desvaneciéndose  por los pasillos, con un eco profundo y temible.
 Todos los que estaban en la sala se mantuvieron en silencio, quietos como estatuas, hasta mucho después de que ya no se escuchasen. Prácticamente, ni respiraban siquiera. El repiqueteo de la lluvia contra la ventana, algunos truenos estremecedores y la madera ardiendo en la hoguera fue lo único que ocupó la sala durante un buen rato. Hasta que, finalmente, el mayor de los presentes suspiró profundamente, mientras se rascaba la profusa barba con la mano derecha, y dejó caer los brazos a los lados del cuerpo con cansancio. Miró a los demás con algo parecido a compasión y también se marchó. Poco a poco, todos le siguieron.
 Todos, excepto uno. Un chico joven permaneció quieto y callado hasta que todos se fueron. Una vez solo en la sala, cayó de rodillas al suelo y le empezaron a temblar las manos. Tenía un cabello rubio, una tez curtida por el sol y los ojos de un verde intenso que parecía querer rivalizar el bosque en primavera. Vestía un jubón de fino hilo plateado, blanco y morado con la silueta de un oso junto a árbol bordada exquisitamente en el centro del pecho. Comenzó a llorar en silencio, mordiéndose el labio y derramando lágrimas sobre la fría piedra del suelo.

 Todo iba a cambiar para siempre a partir de aquel momento. 

lunes, 8 de septiembre de 2014

Mi gran amigo (castellano)

Mucho tiempo me pasé buscando. Buscando a la persona perfecta que sabía que, tarde o temprano, aparecería en mi vida. Debía esperar y pasaría. Tenía una imagen formada en mi cabeza y, a menudo, imaginaba escenas cotidianas a su lado, un hombre sin cara todavía. ¡Qué ciega fui!
 Un día, fui contigo a tomar un café. Tú, mi gran amigo. Nos conocíamos de hacía muchos años y pocos secretos había entre nosotros. Hacía tiempo que no nos veíamos y aquel día te vi algo cambiado. Más mayor y maduro, parecía que tu locura juvenil se había diluido con los años. Hablamos de nosotros y del mundo. Yo te conté mi último viaje y tú me explicaste tus planes para el próximo año. Debatimos sobre el tiempo, los políticos y nuestras diferentes perspectivas de la vida. Recordamos juntos el pasado y nos reímos de nuestras tonterías de adolescencia.
 Y fue entonces, en algún momento de nuestra conversación, cuando lo entendí. No buscaba a la persona perfecta: te buscaba a ti. Todo lo que quería de otra persona, lo tenías tú. Hasta tus defectos me parecían bellos. No me hacía falta más. La imagen de mi cabeza, ya tenía una cara, una cara bien familiar.
 Pero también entendí que aquello no pasaría nunca. Entre nosotros había cariño, confianza, complicidad y amistad. Nada más por parte tuya. De pronto, todo tenía su sentido y su orden. Mas la distancia entre los dos pareció hacerse enorme en segundos. No, yo no era capaz de dar el salto y decirte lo que pensaba. Porque tenía bastante claro lo que tú pensabas. No quería arruinar nuestra bonita amistad de golpe por culpa de mi torpe corazón.
 Así que, desde este anonimato, te cuento lo que siento y te prometo no contarte nunca esto, para que puedas seguir contando conmigo como siempre. Lamento que yo no sea lo que buscas. No te preocupes, seré feliz. Seguro que hay alguien ahí fuera como tú que quiera ser algo más que mi gran amigo. 

martes, 2 de septiembre de 2014

La casa (castellano)

 En aquel pueblo había una casa. Pero no una casa cualquiera. Una casa grande, antigua, majestuosa y elegante. Probablemente cargada de mil historias en su interior. Estaba rodeada por un precioso jardín, bien verde y con manchas de color aquí y allí de las flores que ya acudían a la llamada de la primavera. No había rastro de malas hierbas, y el césped estaba siempre cortado cuidadosamente. Las ventanas y puertas de madera nunca estaban faltas de barniz, y las baldosas siempre relucían. No había rastro alguno de abandono o dejadez en la casa.
 Sin embargo, siempre estaba cerrada. Nunca entraba ni salía nadie. La verja del jardín estaba cerrada con un gran candado que, pese a no presentar siquiera manchas de óxido, todos sabían que nadie lo abría desde hacía mucho tiempo. Los postigos siempre estaban cerrados, impidiendo que incluso el sol entrase en la casa y cotillease entre sus estancias.
 La casa estaba rodeada de misterio y habladurías en el pueblo. Siempre tan cuidada y bonita, pero a la vez tan desangelada y solitaria. Nadie recordaba si quiera quiénes eran los dueños. Obvio era que la casa encerraba algún enigma, pero de alguna manera, la gente sospechaba que la respuesta no sería lúgubre. Pese a la soledad de la casa y todas las preguntas, que hasta parecían ya gravadas en sus paredes, desprendía luz y calidez. Nada malo podía suceder en aquella casa ni en su jardín. No había rastro de oscuridad en ella. Aunque sí se podía sentir un cierto aroma a tristeza.
 Los niños pasaban con la bici por delante de ella siempre que iban a jugar. Entre ellos, decían que debían ser hadas quienes cuidaban el jardín y la casa tan bien. A menudo, dejaban flores en la entrada para ellas. Y al día siguiente, las flores siempre habían desaparecido. Muchos niños decían haber visto duendes risueños paseándose entre las macetas. Los mayores, en cambio, comentaban que cualquier día se colgaría un cartel de “se vende” en la verja. Pero esa predicción tampoco se cumplía nunca. Alguien afirmó haber visto luz en una de sus ventanas alguna fría noche, pero nunca se tomaban estos testimonios en serio.
 Así que la casa seguía allí, siempre, como un habitante silencioso y vigilante del pueblo. Y aunque las preguntas flotasen dentro y fuera de ella como viejos fantasmas, el silencio que desprendía era tan profundo y solemne que las hacía palidecer y esconderse entre las plantas del jardín.
 ¿Cuál sería la historia que contaría la casa si pudiese hablar? ¿La de un corazón roto? ¿De una familia que poco a poco se fue separando? ¿De una joven pareja que se consumió cuando él fue a la guerra? ¿De simplemente chismorreos incendiarios entre el servicio de la casa? Era evidente que algo triste pasó en la casa, pero también era innegable que se había vivido con mucha felicidad en ella.
 Mas, fuese lo que fuese lo que pasó, ya nunca se sabría. Y la preciosa casa seguiría rodeada de esa aura de misterio. Los niños seguirían contando bellos cuentos sobre ella y el jardín, sobre hadas y duendes que cuidan las plantas y la casa. Por su parte, los mayores cada vez harían menos preguntas, pues la curiosidad no saciada iría desapareciendo por aburrimiento con los años.
 Y así, aunque escondidas, las preguntas sin contestar seguirían husmeando y rodeando la casa discretamente hasta cubrirla por completo y ahogar su profundo silencio dentro de ella. La casa seguiría siendo testimonio de mil historias hasta el final, y guardando todas ellas dentro de sí, cuidándolas para que no se perdiesen, protegiéndolas hasta del sol para que no se marchen y la dejen definitivamente sola.

sábado, 24 de mayo de 2014

El tren (castellano)

No sabía exactamente qué buscaba, ni qué iba a encontrar. Aun así, se subió al tren. Encima sólo llevaba aquella vieja mochila gastada. Dentro había poco más que lo imprescindible para sobrevivir y sus manchados pinceles. ¿Y dentro de ella misma? Pues tantas cosas que sería difícil decirlas todas, y a la vez, estaba casi vacía.
 Un día, el deseo de viajar, de romper con todo, de ser libre, nació y creció tanto que echó el resto de sentimientos y deseos de su interior. Un sueño tan grande y brillante que marchitó el resto de ellos. Quizá el culpable de todo fuese su corazón roto.
 Quería aprender, caminar y ver mil paisajes. Contemplar la puesta de sol cada día en un lugar diferente. Dicen que el cielo escoge colores distintos para cada sitio. Así, ella podría pintarlo usando una nueva paleta de colores cada atardecer con sus queridos pinceles. Después, cada noche, miraría las estrellas y las contaría hasta caer dormida. La Luna la arroparía para que no pasase frío ninguna noche.
 También quería leer un libro en cada puerto, en cada estación, en cada camino. Pero sabía que no podría cargar con todos, pues pesaban demasiado en su mochila. Por eso, había decidido que intercambiaría el último libro que hubiese conseguido en su nuevo destino. De esta manera, podría dejar un rastro de libros tras su paso y hacer viajar historias que, de otro modo, se hubieran quedado aburridas en una estantería. De su casa, del origen del viaje, se llevaba El mercader de Venecia, una edición antigua que olía a páginas amarillas y sabias con el lomo gastado por los años.
 Sus botas, ya adaptadas perfectamente a la forma de su pie, parecían impacientes para empezar a pisar nuevos suelos y recorrer caminos todavía por descubrir. Acariciar las plantas que había por alfombras y la tierra quemada por el sol, la nieve recién caída y los charcos embarrados. Ella quería sentir la lluvia cayendo encima, como las lágrimas que jamás sería capaz de derramar. El viento fresco de la montaña, como el aroma de la flor que ya nunca olería. La suave brisa salada del mar, como las caricias que ya nunca podría dar. El calor del sol, como el abrazo que no recibiría. El rugoso tacto de las rocas, como la piel anciana que nunca llegaría a tener.
 Sabía que fuera había mil canciones que cantar y mil noches en las que bailar hasta caer rendida. Quería leer poemas que todavía no la habían emocionado. Ver luz en los ojos de cada persona. Deseaba aprender, aprender todo lo que pudiese. Esperaba que eso pudiera llenar el gran vacío que sentía dentro. Esperaba que cada detalle de esta aventura, ocupase las fisuras de su corazón roto. Quizá no era una idea tan descabellada.
  Quería conocerlo todo y a todos, gente de cada rincón del mundo. Pero nunca, jamás, quedarse atada en algún sitio. No, eso no podía pasar. Se lo había prometido. No podía permitirse ninguna despedida más difícil de lo esperado. Ninguna posibilidad más de que, de su corazón, cayese otro pedacito. No dejaría que hubiese más tretas del destino.
 Anhelaba libertad, una libertad tan grande que le enseñase los confines del horizonte. Los secretos del día y de la noche. Una libertad que la llevase a conocer los siglos de los árboles. Una libertad que le permitiese nadar en el frío mar y en oscuros lagos. Besar frías y bellas estatuas de mármol que representasen antiguos héroes. Cantar a orillas de arroyos cubiertos de flores silvestres. Flores tan salvajes y bellas como ella. Una libertad que la empujaría a escribir cartas que nunca enviaría por el mero capricho de hacerlo.
 Y todo, todo, el viaje, su nueva vida y su libertad, empezaban con aquel tren. Sonó una campana y el vagón empezó a moverse con un suave traqueteo. Ella miraba por la ventana abierta con la vieja y gastada mochila a los pies. Entraba un viento sin domar que le revoloteaba el cabello moreno. Alguien tarareaba una melodía unos cuantos asientos atrás. Bajó los ojos al anillo que le decoraba el dedo anular de la mano izquierda. Una preciosa piedra azul con vetas nacaradas. Lágrimas presas en un cielo claro. Se lo quitó con delicadeza y, tras darle un último delicado beso, lo lanzó a través de la ventana.
 Ése, ese fue el momento, en que su viaje comenzó. El momento en que, definitivamente, cortó la última cadena del pasado. El mundo entero se abría para ella.