Se levantó del trono furioso, muy furioso.
Empezó a andar hacia la puerta con grandes zancadas, mientras el ruido de las
hebillas de sus robustas botas resonaba por la gran sala. Todos los presentes
se encogieron y palidecieron prácticamente a la vez. Su capa, con el ribete de
piel de oso, se arrastraba por el suelo al ritmo de sus pasos, dejando un
rastro de silencio y rabia.
Los cristales de los grandes ventanales
estaban empapados por fuera, de la terrible tormenta que se desataba en el
exterior, y temblaban con cada golpe de viento que recibían, como si fueran a
romperse en cualquier momento. Entre las gotas, los rayos, las nubes y la niebla,
se podía ver, durante un instante, el mar a lo lejos. Estaba lleno de espuma de
violentas olas y amenazaba con devorar la costa con su furia. Casi parecía que
sus rugidos se coordinasen con los truenos que salían del cielo, como si las
estrellas fueran víctimas de un horrible ultraje.
La gran estancia del castillo no era ajena a
la locura de la naturaleza, pero los gruesos muros de piedra conseguían crear
un pequeño refugio entre todo aquello. Además, un poderoso fuego ardía en una
esquina, dentro de una gran chimenea, desprendiendo calidez y luz. A excepción
de cuatro antorchas colgadas en la pared, era la única fuente de luz. Parte del
humo se escapaba del tiro de la chimenea y flotaba por la cámara, espesando el
ambiente y creando una leve neblina gris.
Dos guardias, vestidos con pesadas y
brillantes armaduras, abrieron las grandes puertas de madera y hierro forjado
para abrirle paso. Él cruzó el umbral y tiró la enjoyada corona al suelo, que
hasta entonces había permanecido en su cabeza sobre su tosca melena ya gris. El
sonido de sus pasos fue desvaneciéndose
por los pasillos, con un eco profundo y temible.
Todos los que estaban en la sala se
mantuvieron en silencio, quietos como estatuas, hasta mucho después de que ya
no se escuchasen. Prácticamente, ni respiraban siquiera. El repiqueteo de la
lluvia contra la ventana, algunos truenos estremecedores y la madera ardiendo
en la hoguera fue lo único que ocupó la sala durante un buen rato. Hasta que,
finalmente, el mayor de los presentes suspiró profundamente, mientras se rascaba
la profusa barba con la mano derecha, y dejó caer los brazos a los lados del
cuerpo con cansancio. Miró a los demás con algo parecido a compasión y también
se marchó. Poco a poco, todos le siguieron.
Todos, excepto uno. Un chico joven permaneció
quieto y callado hasta que todos se fueron. Una vez solo en la sala, cayó de
rodillas al suelo y le empezaron a temblar las manos. Tenía un cabello rubio,
una tez curtida por el sol y los ojos de un verde intenso que parecía querer
rivalizar el bosque en primavera. Vestía un jubón de fino hilo plateado, blanco
y morado con la silueta de un oso junto a árbol bordada exquisitamente en el
centro del pecho. Comenzó a llorar en silencio, mordiéndose el labio y
derramando lágrimas sobre la fría piedra del suelo.
Todo iba a cambiar para siempre a partir de
aquel momento.
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