martes, 2 de septiembre de 2014

La casa (castellano)

 En aquel pueblo había una casa. Pero no una casa cualquiera. Una casa grande, antigua, majestuosa y elegante. Probablemente cargada de mil historias en su interior. Estaba rodeada por un precioso jardín, bien verde y con manchas de color aquí y allí de las flores que ya acudían a la llamada de la primavera. No había rastro de malas hierbas, y el césped estaba siempre cortado cuidadosamente. Las ventanas y puertas de madera nunca estaban faltas de barniz, y las baldosas siempre relucían. No había rastro alguno de abandono o dejadez en la casa.
 Sin embargo, siempre estaba cerrada. Nunca entraba ni salía nadie. La verja del jardín estaba cerrada con un gran candado que, pese a no presentar siquiera manchas de óxido, todos sabían que nadie lo abría desde hacía mucho tiempo. Los postigos siempre estaban cerrados, impidiendo que incluso el sol entrase en la casa y cotillease entre sus estancias.
 La casa estaba rodeada de misterio y habladurías en el pueblo. Siempre tan cuidada y bonita, pero a la vez tan desangelada y solitaria. Nadie recordaba si quiera quiénes eran los dueños. Obvio era que la casa encerraba algún enigma, pero de alguna manera, la gente sospechaba que la respuesta no sería lúgubre. Pese a la soledad de la casa y todas las preguntas, que hasta parecían ya gravadas en sus paredes, desprendía luz y calidez. Nada malo podía suceder en aquella casa ni en su jardín. No había rastro de oscuridad en ella. Aunque sí se podía sentir un cierto aroma a tristeza.
 Los niños pasaban con la bici por delante de ella siempre que iban a jugar. Entre ellos, decían que debían ser hadas quienes cuidaban el jardín y la casa tan bien. A menudo, dejaban flores en la entrada para ellas. Y al día siguiente, las flores siempre habían desaparecido. Muchos niños decían haber visto duendes risueños paseándose entre las macetas. Los mayores, en cambio, comentaban que cualquier día se colgaría un cartel de “se vende” en la verja. Pero esa predicción tampoco se cumplía nunca. Alguien afirmó haber visto luz en una de sus ventanas alguna fría noche, pero nunca se tomaban estos testimonios en serio.
 Así que la casa seguía allí, siempre, como un habitante silencioso y vigilante del pueblo. Y aunque las preguntas flotasen dentro y fuera de ella como viejos fantasmas, el silencio que desprendía era tan profundo y solemne que las hacía palidecer y esconderse entre las plantas del jardín.
 ¿Cuál sería la historia que contaría la casa si pudiese hablar? ¿La de un corazón roto? ¿De una familia que poco a poco se fue separando? ¿De una joven pareja que se consumió cuando él fue a la guerra? ¿De simplemente chismorreos incendiarios entre el servicio de la casa? Era evidente que algo triste pasó en la casa, pero también era innegable que se había vivido con mucha felicidad en ella.
 Mas, fuese lo que fuese lo que pasó, ya nunca se sabría. Y la preciosa casa seguiría rodeada de esa aura de misterio. Los niños seguirían contando bellos cuentos sobre ella y el jardín, sobre hadas y duendes que cuidan las plantas y la casa. Por su parte, los mayores cada vez harían menos preguntas, pues la curiosidad no saciada iría desapareciendo por aburrimiento con los años.
 Y así, aunque escondidas, las preguntas sin contestar seguirían husmeando y rodeando la casa discretamente hasta cubrirla por completo y ahogar su profundo silencio dentro de ella. La casa seguiría siendo testimonio de mil historias hasta el final, y guardando todas ellas dentro de sí, cuidándolas para que no se perdiesen, protegiéndolas hasta del sol para que no se marchen y la dejen definitivamente sola.

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