sábado, 17 de marzo de 2012

"Ven conmigo..." (castellano)

 -No escuches las palabras de los demás... -le susurró al marinero-. Ven conmigo...
 Esa melodiosa voz invitaba a obedecerla, a ignorar el mundo exterior y sólo mirarla a los ojos, perderse en esa preciosa cara que parecía tan inocente. El corazón del hombre se sentía extrañamente en paz, sumido en un silencio irreal.
 Mas, fuera, el caos era absoluto: el fuego y las olas bailaban una macabra danza en esa lúgubre noche. El resto de la tripulación gritaba e intentaba escapar del barco en llamas y el enfurecido mar. Parecía que, de golpe, las espadas y los revólveres fuesen totalmente inútiles contra la muerte. Los barriles, las botellas y las monedas de oro y cobre caían en las aguas negras y se perdían para siempre bajo ellas. El capitán rugía órdenes que nadie obedecía y se agarraba desesperadamente al timón, incapaz de luchar contra el oleaje. Pero, ¿qué más podía hacer? No iba a abandonar el navío, había sido su vida, su infancia, su amada, su madre, su hogar, su todo. Iba a permanecer allí hasta el final.
 Entre todo eso, habían salido del mar unos bellos seres. Una docena de sirenas habían rodeado el barco medio hundido y se llevaban a los hombres a las profundidades.
 El marinero colgaba de la cubierta por un brazo que se aferraba a un barrote de la barandilla astillada. Pero las piernas ya estaban entumecidas por la fría agua que le mordía la piel con pequeños dientes afilados y precisos. Aunque él ya no sentía nada, ya no. Delante, tenía la criatura más hermosa que jamás había visto. Mitad mujer y mitad pez. Unas facciones finas, perfectas, recubiertas por una tez blanca y suave, una boca pequeña y sonriente rodeada por labios rosados. Te podías perder en esos ojos azules, profundos, del color del mar y que parecían esconder mil historias, mil amores y mil corazones rotos, mas al mismo tiempo poseían una inocencia pura. El pelo rojizo cubría los hombros y se hundía en las aguas negras; los rizos mojados caían desordenados pero en una bella armonía. En vez de piernas, tenía una larga cola recubierta por grandes y brillantes escamas que destellaban al reflejar el fuego bajo el agua. Toda ella parecía estar rodeada por una aura mágica y angelical. Y su voz... ¿qué decir? Cristalina, risueña, aterciopelada y delicada, como de otro mundo.
 Le insistía al marinero que se fuese con ella y le contó historias de lugares submarinos increíbles y hermosos, llenos de grandes tesoros, leyendas que sólo se oían bajo el mar. Con la pálida mano, acarició dulcemente la mejilla del marinero y comenzó a cantar. Sería imposible poder explicar cómo sonaba, parecía el canto triste de un pajarillo y, a la vez, se asemejaba a los coros de un grupo de ballenas. Sus canciones de amor hablaban de perlas, de naufragios y playas, puestas de sol reflejadas en el mar, de marineros enamorados y olas traicioneras, botellas vacías y romances desafortunados.
 Finalmente, los gruesos y callosos dedos del marineros se soltaron y se cogieron a la delgada y pálida mano de la sirena, tan fría... Embriagado por la belleza y las canciones de ese hermoso ser, dejó que le condujese a lo más profundo del mar, con la esperanza de ver todas la maravillas que le había contado. Pero la aguas negras sólo guardaban frío y oscuridad para siempre.

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